27 agosto 2008

Un trabajo que empieza a las cinco

Precioso artículo que nos recupera Rosa J.C.

Convertir una afición en profesión no deja de ser un servilismo doloroso, porque cuando el arte que llena el espíritu acaba siendo un medio de vida, necesariamente tiene que perder sinceridad.
Siempre me ha parecido más bonito lo que hace un aficionado que la perfección de un profesional. Porque el aficionado, despojado de egoísmos materiales, busca el placer estético donde los otros encuentran una solución de sus necesidades humanas.
El aficionado consciente de su condición, jamás hará concesiones a los demás, ni caerá en la monotonía de convertir el arte en oficio. Al revés: Cuando más sólo esté más orgulloso se siente y con más profundidad vive lo que hace.
Tienen vibración sentimental los tres naturales de esos que llamamos "señoritos del toreo" que la faena completísima de cualquier figura. Aunque aquellos lo hagan delante de una becerra y éstos tengan la responsabilidad del toro, del público y de la vida en juego. La gran faena de un gran torero es un eslabón más de la dilatada cadena de aciertos. Y los aplausos son el lógico premio del trabajo bien hecho.
Pero esos tres naturales de la becerra pueden ser el principio y fin de un hermoso sueño. Y aunque el sueño tenga segundas partes, los tres naturales quedarán clavados en el alma del recuerdo con su fondo de gente y de paisaje, con precisión de fecha, de hora y de matices.
Cuando pasen los años y la gente, cuando se muera la becerra, y cuando el protagonista no tenga más horizonte que un despacho o una vida cercada por ataques de reuma, en su alma seguirán teniendo ritmo aquellos tres naturales, aquella tarde y aquella encina que a él le parecía asomada a la placita para verlo torear.
Cuando el toreo deje sus miedos en la naftalina de unos trajes con el oro envejecido, volverá a ser aficionado y se perderá también por los senderos de la evocación, deteniéndose un poco en cada una de aquellas 30 o 40 faenas que tuvieron importancia. El torero, igualado en canas con el señor del despacho y del reuma, tratará de soñar con lo que fue y lo que pudo ser. Pero aquella faena perdida entre otras cuarenta hermanas gemelas, será una sensación imprecisa, traducida al presente. Será el camino grato de 40 pases convertidos junto a otros 6.000 en un cortijo y un batín de seda. O será el remordimiento de verse "sin tabaco" y volver la vista con pena hacia las tardes de gloria que no fue capaz de cuajar en un bienestar por culpa e la "mala administración".
No es lo mismo la obligación que la devoción. No es lo mismo torear por vocación que vivir de torear. Convertir en deber algo que nos gusta es uno de los mayores sacrificios del hombre.
Imaginaos la lucha de algunos toreros cuando llegan las cinco en punto de la tarde y no tienen más remedio que salir a matar dos toros. Y tiene que ser forzosamente a las cinco en punto de esa tarde calurosa. No cabe esperar a la inspiración. No cabe dejar el ensayo para mañana como hacen los cómicos cuando están de mal humor. O escribir el artículo por la noche. Tampoco sirve cambiar de tema o elegir el que más convine: tienen que ser los dos toros de todas las tardes que saldrán como a ellos les dé la gana sin que el hombre tenga más salida que explicar ante ellos una ciencia, al mismo tiempo que a los tendidos debe llegar un conjunto de armonías y emociones.
A esta constante preocupación le faltan todavía esos cientos de kilómetros que separan un plaza de otra, ese dormir sin dormir, mecidos por los baches de la carretera; y por si falta algo, puede un hombre pasar así tres o cuatro años y acabar debiéndole 20.000 duros al apoderado.
No es fácil ser torero. No es tan bonito como piensan algunos tener por oficio algo que antes ha sido sólo un ideal poético.
Si a los que son figuras del toreo los dejaran volver a empezar (sin el fantasma de los millones por medio) se conformarían con ser aficionados. Con torear de tarde en tarde, con muchas vísperas delante de cada faena y muchos días después para recordarlas pase a pase, como se recuerda la primera tarde de amor o el primer día que nos fugamos del colegio para fumar el primer cigarro.
Por eso hay tanta diferencia entre el aficionado y el profesional. Entre el poeta que sueña y recuerda y el hombre sin nervios que ha convertido el arte en oficio. Porque, para muchos, torear no es más que eso: un trabajo que empieza a las cinco en punto.

Alfonso NavalónPublicado en EL RUEDO el 15 de diciembre de 1965

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1 Comments:

Blogger Ana Pedrero said...

Querido Alfonso: ¡¡Cómo se te sigue echando de menos!!

Un beso desde este lado de la raya.

3:08 p. m.  

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